Jorge Romera Gomar -/- El 17 de noviembre de 2019 será una fecha señalada en los libros de historia, pues fue el día que se diagnosticó el primer caso de una persona infectada por el coronavirus (SARS-CoV-2) que, en poco más de 3 meses, nos ha llevado a la peor crisis sanitaria y económica de la historia reciente.
En España, fue el 31 de enero cuando el virus logró traspasar nuestras fronteras. Sin embargo, no reaccionamos a tiempo pese a los avisos que desde distintos organismos internacionales, como la OMS, se venían haciendo. En cuestión de días, pasamos del “no pasa nada, esto solo es un constipado” a desabastecer supermercados y a abarrotar hospitales y farmacias, quedando patente la efectividad a todos esos profesionales que reponen las estanterías de comida, nos venden las mascarillas y nos atienden en los hospitales. Y es por ello que el 98% de la población española que se encuentra confinada en sus hogares, sale a diario a sus balcones a agradecer con un aplauso generalizado todo lo que dichos profesionales están haciendo por nosotros, al mismo tiempo que suena la canción “resistiré” que algún vecino ha puesto a todo volumen, y que nos muestra una sociedad unida contra un único enemigo.
Sin embargo, menos de un mes ha tardado en llegar un segundo “brote”, también de una de las peores pandemias que conoce nuestra sociedad: el egoísmo. Mientras los profesionales de la sanidad suplican equipos de protección (con 23 sanitarios ya fallecidos y más de 25.000 contagiados), derramando lágrimas a consecuencia del cansancio, la desesperación y la impotencia, desbordados por el número de enfermos que abarrotan los hospitales, nos llegan noticias de comunidades de vecinos en las que determinadas personas dejan notas invitando a marcharse de sus viviendas a dichos profesionales por temor al contagio, incluso casos en los que han causado daños a sus vehículos. Incívicos que no dudarían en llamar al timbre de su vecino, precisamente, para pedirle ayuda.
En relación a la consideración jurídica que dichos actos (los más graves) podrían tener, desde algunos medios de comunicación e, incluso, desde algunas Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado a través de las redes sociales, se ha sugerido que los mismos podrían tener la consideración de delitos de odio. Este tipo de delitos se sancionan en nuestro Código Penal, que castiga a quien cometa actos punibles contra un grupo que debe estar basado en “una característica común de sus miembros, como su raza real o perceptiva, el origen nacional o étnico, el lenguaje, el color, la religión, el sexo, la edad, la discapacidad intelectual o física, la orientación sexual u otro factor similar”. En muchas ocasiones, como es el caso, los delitos de odio vienen siendo utilizados de forma forzada, incluso grosera, para calificar actos que constituyen otros delitos o que, en realidad, ni siquiera lo son, pues el grupo de profesionales que están sufriendo el particular acoso por parte de algunos vecinos, no tiene esa “base” necesaria que el tipo penal exige.
Los hechos, en realidad, tendrían mucho mejor encaje en el delito de coacciones. El Código Penal castiga como autor de de dicho delito a todo aquel que, “sin estar legítimamente autorizado, impidiere a otro con violencia hacer lo que la ley no prohíbe o le compeliere a efectuar lo que no quiere, sea injusto o injusto”, pudiendo acudirse al delito leve en aquellos casos en los que la coacción no tenga consideración de grave. Y todo ello, a la vista de la variada casuística, sin perjuicio de la concurrencia de otros tipos delictivos, como las amenazas (que podrán subsumir, en su caso, las coacciones para evitar la infracción del principio ne bis in idem) o los daños, como el mediático caso en el que hemos visto los desperfectos en el vehículo del profesional afectado, y que sin duda sirven de base también para acreditar la propia coacción.
En estos tiempos difíciles no podemos tolerar este tipo de comportamientos incívicos y amorales. Aquéllos que nos sentimos orgullosos de los profesionales que luchan contra esta pandemia, debemos apoyarlos sin ambigüedades y, en aquellos casos graves, ser incluso nosotros mismos los que denunciemos los hechos. Como decía Jacinto Benavente “el único egoísmo aceptable es el de procurar que todos estén bien para estar uno mejor”.
Jorge Romera Gomar
BEZETA Abogados